domingo, 2 de diciembre de 2007

La Tolerancia y la intolerancia del cura en "Don Quijote de la Mancha"

Junto con el barbero, el cura Pero Pérez es uno de los grandes amigos que tiene nuestro don Quijote en su pueblo manchego. Es él, al parecer, muy docto en lo que a novelas de caballería respecta:

y así, si me fuera lícito ahora y el auditorio lo requiriera, yo dijera cosas acerca de lo que han de tener los libros de caballerías para ser buenos, que quizá fueran de provecho y aun de gusto para algunos (Cap. XXXII, pág. 325).

Lo anterior pareciera fundamentar la autoridad de Pero Pérez en materia novelesca.

Sin embargo, si lo que queremos es constatar la tolerancia o intolerancia de nuestro cura a propósito de las novelas de caballería, los primeros pasos, que dejan inmortales huellas, de la novela, nos ofrecen ricos ejemplos . Así, Pero Pérez, acorde con las palabras que la sobrina profiere a propósito de nuestro héroe, considerará que los libros de caballería son herejes y por lo tanto merecen sucumbir en la hoguera:

-Esto digo yo también- dijo el cura-, y a fe que no se pase el día de mañana sin que de ellos no se haga acto público, y sean condenados al fuego, porque no ocasión a quien los leyere de hacer lo que mi buen amigo debe de haber hecho (Cap. V, pág. 59).

Se infiere de la cita anterior que los libros considerados aceptables (y, por lo tanto, acordes con acordes con la recta razón) serán aquellos que no hagan que su lector pierda el juicio, y toda obra que no reúna este requisito será considerada de distinta especie, es decir, diversa. ¿Es una diversidad aceptable? No, evidentemente; que trastocar el juicio ha sido siempre gran prejuicio. Tenemos, pues, que en un primer momento comporta una intolerancia frente a lo diverso.

Pero, más avanzado el auto de fe antes señalado, nos daremos cuenta de que el problema no es tan simple como para que se resuelva arrojando al fuego cuantos libros en la biblioteca de Don Quijote había: puede que haya textos que no merezcan tan duro castigo. Tal será el caso del primero de los libros ( tanto en el orden que sigue Maese Nicolás como en relación al género en cuestión). Así, Los Cuatro libros del virtuoso caballero Amadís de Gaula en primera instancia Pero Pérez condenará al fuego por ser dogmatizador de una secta tan mala (Cap. VI, pág. 61); pero más tarde, disuadido de ello por su compadre el barbero – quien arguye: no, señor, (...) que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como único en su arte, se debe perdonar (Cap. VI, pág. 61)- nuestro cura perdonará absolverá al Amadís.

¿El cura es tolerante ante el Amadís porque difiere del resto de las novelas de caballería en cuanto a trastornadoras del juicio? No, puesto que sabemos que Don Quijote lo pierde de tanto leer novelas de caballerías, entre las cuales estuvo la de Garci Rodríguez. ¿Cómo resolver entonces la contradicción? Las palabras del barbero nos salvarán del meollo: el Amadís es único en su arte, es decir, es diverso frente al resto de los libros de caballería que tiene por hijos. Ahora sí que estamos en condiciones de saber porqué el cura perdona al primer libro de Garci Rodríguez: único en su especie, el Amadís no es responsable de que después tanto imitador suyo haya proliferado y colmado las librerías y bibliotecas, trastocando el juicio de Don Quijote y de muchos otros más y mereciendo iluminar la noche ardiendo en una hoguera. A la razón que acabamos de dar, hay que sumar otra de carácter más extratextual: el Amadís es necesario para que la crítica a la novela de caballerías tenga lugar. Debe existir como lo que debe ( y es) superado.

En síntesis, Pero Pérez se muestra en el caso antes señalado tolerante frente a lo diverso.

Siempre en el escrutinio, encontrámonos con algo muy curioso: a la hora de juzgar al texto Florismarte de Hircania, dice el cura: ha de parar presto al corral, a pesar de su extraño nacimiento y soñadas aventuras, que no da a lugar otra cosa la dureza y sequedad de su estilo (Cap. VI, pág. 62), es decir, la novela hubiésese salvado de no ser por su estilo, de donde es posible obtener que la obra antes señalada bien podría haber sobrevivido a la quema (y ello gracias a elementos propios de las novelas de caballería) si hubiese estado escrita de otra modo ( o sea que otra obra, a pesar de no ser libro de caballería, si presentase también un estilo duro y seco, habría acabado entre las llamas). Si bien es discutible, vamos a considerar el estilo como un rasgo formal y, como tal, externo, no atingente a la esencia: en pocas palabras, distinto. Tenemos entonces que de lo anterior obtenemos que Pero Pérez manifiesta una intolerancia hacia lo distinto.

Un fin distinto del que alcanza la mayoría de las novelas que por las manos del cura pasan logra el Espejo de caballerías, ya que, si los primeros acaban en el fuego, éste termina, junto a todos los que se hallaren que tratan de estas cosas de Francia (Cap. VI, pág. 64)- salvo dos que el cura no perdona-, en un pozo en espera de que se decida qué hacer con ellos. Si bien aquí nuevamente se patentiza una contradicción respecto a la resolución primera de condenar a las llamas a cuanto libro de caballería hubiese en la biblioteca de Don Quijote por considerárseles perniciosos para el buen juicio, la salida del problema se halla, si se acepta nuestra propuesta, más fácilmente: pareciera ser que el cura, consciente de la diversidad de los pueblos, perdona estos libros de origen extranjero porque sabía que, lo que en España es dañino, bien podría no serlo en otra parte del mundo. En conclusión, el cura se manifiesta tolerante – aunque con matices, dado que aísla las obras en cuestión- frente a lo diverso.

Avanza un poco más el auto de fe que el cura, el barbero, el ama y la sobrina hacen con la biblioteca del Caballero de la Triste Figura y nuevamente nos topamos con otra contradicción, a propósito del texto El Palmerín de Inglaterra:

Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una, porque él por sí es muy bueno; y otra, porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas y de grande artificio; las razones, cortesanas y claras, que guardan y miran el decoro del que habla con mucha propiedad y entendimiento (Cap. VI, pág. 65).

¿Que no todas las novelas de caballería iluminarían el patio de la casa de Don Quijote con las llamas que alimentarían? Como sea, Pero Pérez salva del fuego esta novela. Veamos una a una las razones. En primer lugar, está la excelente calidad de las aventuras, juicio que constituye una opinión vertida sobre un aspecto que no afecta a la esencia ( o sea, un aspecto que es distinto): en todas las novelas de caballerías hay aventuras, éste es un rasgo esencial, pero que sean buenas ( en cuanto a entretenidas), aunque deseable, no está en la substancia de la cosa. En segundo lugar, está el rumor de que el autor del texto en cuestión es un rey. El autor tampoco constituye un rasgo esencial para la novela de caballería, por lo que nuevamente Pero Pérez es tolerante frente a lo distinto. En tercer y último lugar hallamos que el cura la salva también porque sus razones son acordes con las del hombre decoroso y muy docto. Aquí, a diferencia de los casos anteriores, hay tolerancia, no de lo distinto, sino de lo diverso: se aceptan los razonamientos que hay en el libro porque armonizan con la recta razón: si no fuese así, el Palmerín de Inglaterra hubiese también hubiese perecido entre las flamas.

Aprovechándose tal vez de que su compadre había intercedido a favor de uno de sus preferidos personales, el barbero decide hacer lo mismo lo mismo con otro que es de su gusto: nos referimos a Don Belianís. El cura accede a la petición de su amigo, poniendo como condición que éste último lo guarde muy bien hasta que la excesiva cólera del protagonista sea templada y reprimida la larga descripción de una máquina que en él aparece. Vemos en está situación translúcidamente cómo el pastor de almas manifiesta tolerancia frente los gustos de su camarada el barbero.

Cánsase nuestro cura de tanta inspección minuciosa y ordena al ama que arroje por la ventana al corral el resto de los volúmenes que componían la colección de nuestro héroe; mas, aparentemente por cosas del destino, cáese la Historia del famoso Caballero Tirante el Blanco, ante el cual exclama:

-¡Válame Dios-(...), que aquí está Tirante el Blanco! Dádmele acá, compadre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos (...) Dígoos verdad, señor compadre, que por su estilo es éste el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas de que todos los demás libros carecen (Cap. VI, pág. 66)

Sabemos que la mayor razón que tiene Cervantes para salvar este libro radica en su verosimilitud, gracias a la cual se erige como un puente entre el mundo del Amadís y el de Don Quijote. Esta idea se ve reflejada claramente en las razones que da Pero Pérez para perdonarlo del fuego: elogia el hecho de que los caballeros que en él aparecen hagan cosas propias de hombres: comer, dormir, morir y pensar en la posteridad. Pero ¿ ante qué se muestra tolerante? Ante lo diverso o lo distinto? Ante lo primero, sin duda, puesto que, a diferencia de él, el resto de las novelas de caballería nos presenta a hombres que muy poco tienen de humanos, lo cual no se condice ya con la realidad de Cervantes. En otras palabras, Tirante el Blanco presenta ya rasgos esenciales que lo diferencian ya de la simple novela de caballería. Sin embargo, ante este texto, el ministro de la verdadera fe no manifiesta sólo elogios:

Os digo que merecería el que el compuso, pues no hizo tantas necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los días de su vida (Cap. VI, pág. 66).

Sabemos que tales necedades, ante las cuales el cura se muestra intolerante, consisten en una exacerbada lascivia, la cual atenta contra la prudencia, la justa razón. De ahí que podamos decir que nuestro personaje es intolerante frente a lo diverso.

¿Hubo más libros que mereciesen ser salvados? Cervantes no lo creyó.

Importante nos parece, a propósito del análisis que aquí se hace, traer a presencia algunas de las últimas palabras de Don Quijote de La Mancha:

Pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por mi las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando y han de caer del todo sin duda alguna ( Cap. LXXIV, pág. 1106).

(Séanos perdonado habernos salido de la primera parte de la obra). Teniendo esta cita presente, podemos decir que el objetivo fundamental de Cervantes era acabar con las novelas de caballerías. ¿Por qué entonces no las arrojó a todas a las llamas? Ya vimos que Amadís y Tirante el Blanco son necesarias; pero ¿y el resto? Podemos proponer como respuesta a esta interrogante al menos tres razones: en primer lugar, porque la vista de nuestro excelso autor es capaz de captar los rasgos, los matices que pueden paliar en parte lo corruptor y dañino que hay en los libros de caballerías; Cervantes es capaz de percibir la pequeña flor que crece en el sitio despoblado de humanidad ( que muy poca la había en las novelas de caballería) y salvar por ello a todo el conjunto, no excluyendo, eso sí, la absoluta necesidad de humanizarlo. En segundo lugar, según Américo Castro, Hay en Cervantes dos caminos: el de lo heroico ( fantasía épico-heroica) y el de lo intelectual ( razón crítico- reflexiva), los cuales fueron experimentados por el mismo. Así, quizá salva algunas novelas porque en ellas se recorren algunos pasajes del laberíntico dualismo esencial cervantino. En tercer y último lugar, podemos proponer que El Manco de Lepanto busca denunciar cuan próximo está el cura de los gustos e intereses del vulgo, que, como sabemos, no muy lejos andaba de don Quijote en lo que a perder el juicio respecta. Dice un ventero:

A lo menos, de mí sé decir que cuando oyo decir aquellos furibundos y terribles golpes que los caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro tanto, y querría estar oyéndolos noches y días (Cap. XXXII, pág. 321).

Y cómo dejar fuera a la buena de Maritornes:

-Así es la verdad- (...), y a buena fe que yo también gusto mucho de oír aquellas cosas, que son muy lindas, y más cuando cuentan que se está la otra señora debajo de unos naranjos abrazada con su caballero, y que les está una dueña haciéndoles la guarda, muerta de envidia y con mucho sobresalto. Digo que todo esto es cosa de mieles (Cap. XXXII, pág. 321).

En los fragmentos anteriores, si se quiere, es posible percibir implícitamente y por oposición el espíritu humanista que, por supuesto, llega hasta nuestro autor, y que, exaltando la supremacía del docto y la fe en la cultura, siente un desdén infinito por la masa ignorante. Así, el cura, si bien el gusto que profesa por los libros de caballería no llega a tanto como el de este ventero, lo cierto es que, tal como vimos en párrafos anteriores, siente él por algunas obras una afición extremada que lo lleva a prorrumpir en exclamaciones que ya hemos consignado. En esto, podríase inferir una crítica a una Iglesia que cae en devociones fundadas en la ignorancia, del mismo modo como lo hace el vulgo baladí.

Si lo expuesto en el párrafo anterior es merecedor de cierta credibilidad, en el cura se manifestaría plenamente un aspecto del espíritu humanista del Renacimiento: tal como señala Américo Castro, Cervantes se deja guiar por el complejo espíritu de fines de siglo, que corresponde a una mezcla extraña de adhesión a la iglesia y cristianismo racionalista propio de Erasmo.

Sin embargo, pese a que el cura comparta en parte este gusto propio de las masas, lo cierto es que él mismo encarna ante los libros de caballería una actitud que podríamos decir que es la del propio Cervantes:
-Hermano mío – dijo el cura ( a propósito de dos libros de caballería)- estos dos libros son mentirosos y están llenos de disparates y devaneos (Cap. XXXII, pág. 323).

En lo anterior se explicita una vez más cómo el cura se muestra intolerante frente a las novelas en cuestión, tachándolas de historias falsas y desatinadas. Pero compórtase también así frente a la opinión del ventero, quien insiste son dichas historias muy verdaderas: ¡bueno es que quiera darme vuestra merced – dice al cura- a entender que todo aquello que estos buenos libros dicen sea disparates y mentiras, estando impreso con licencia de los señores del Consejo Real, como si ellos fueran gente que habían de dejar imprimir tanta mentira junta (Cap. XXXII, pág. 325).

Aparte quede la crítica a los encargados de determinar qué obras se imprimen y cuáles no. Lo que nos importa, es que Pero Pérez es también intolerante a la opinión del ventero, o sea, ante lo distinto.

No obstante lo anterior, cojea nuestro cura del mismo pie que el ventero: tampoco es él capaz de establecer la distinción entre fantasía y realidad histórica:

Y este Diego García de Paredes fue un principal caballero, natural de la ciudad de Trujillo, en Extremadura, valentísimo soldado, y de tantas fuerzas naturales, que detenía con un dedo una rueda de molino en la mitad de su furia, y, puesto con un montante en la entrada de un puente, detuvo a todo un innumerable ejército, que no pasase por ella (Cap. XXXI, pág. 323).

Tachará de mentirosas las novelas de caballería, pero cree fervientemente las leyendas que en torno a personajes históricos se van creando. Podríase hablar en cierta medida de una tolerancia respecto a las opiniones corrientes o populares.

¿A qué se debe este uso que hace Cervantes del cura? ¿por qué exponer algunas veces su pensamiento a través de él y otras rebajarlo a un nivel pedestre culturalmente hablando? Propónese aquí la explicación siguiente: tal como apunta Américo Castro, opera en nuestro autor el criterio de la doble verdad, tal como lo hace en un Giordano Bruno, un Galileo o un Montaigne. Así, Cervantes se parapeta, elude a los sabuesos de la Santa Inquisición transmitiendo su pensamiento por la boca de un ministro de Dios; mas, en cuanto logra despistarlos, se burla del cura y con ello, critica a la iglesia.

jueves, 23 de agosto de 2007

La Colmena: catedral erigida al demonio de la desgracia

“La mañana, esa mañana eternamente repetida, juega un poco, sin embargo, a cambiar la faz de la ciudad, ese sepulcro, esa cucaña, esa colmena...”


Tras la lectura de La Colmena, queda uno con la sensación de haberse enfrentado con una obra arquitectónica ingente, una de esas que trascienden de ser representativas sólo del pueblo que las concibió- el español, en el caso de la obra en torno a la cual gira este ensayo- para erigirse monumento de la humanidad toda. Es por ello que me parece apropiada la comparación del proceso de lectura con la visita a una catedral, creaciones humanas que en toda su constitución exudan un sentido de trascendencia. Si se acepta la comparación, los personajes aparecerán ante nuestros ojos de viajero como las figuras plasmadas en los vitrales que adornan las paredes de la catedral.

Ahora bien, Cela, nuestro guía en este viaje de conocimiento de una construcción hecha con ladrillos de miseria humana, ha elegido una modalidad bien particular para mostrarnos su magna obra: nos va paseando en torno y dentro de ella, permitiéndonos sólo breves detenciones para contemplar las imágenes que hay en las paredes. Es que no podía ser de otra forma: como bien sabemos, los vitrales van significando mensajes distintos según la hora del día en que los veamos.

Los personajes de La Colmena, al igual que un cristal de v, son sumamente dinámicos. De lo anterior se desprende que el proceso de construcción interpretativa del personaje sea acumulativa: lo vemos por sólo unos momentos para volver más tarde sobre él. Pero ese volver sobre él no significa retornar para ver lo mismo que había con antelación: Los colores, y con ellos las figuras, de un vitral cambian según la luz del día que les llegue.

Otro alcance: en el lenguaje del eximio miembro del parnaso español, brevedad no es sinónimo de escueto; la palabra celiana posee una condensación significativa tan bien lograda, que bastan sólo unas líneas para “decirlo todo” sobre un personaje, y esto, porque las cosas más esenciales no han menester más que dos o tres palabras para ser expresadas.

Quizá alguien podría considerar a Cela como un irresponsable cicerone, puesto que deja su exposición con los más de los personajes incompleta; mas quien esto pensase estaría errado, puesto que la palabra del autor, por su acrisolado grado de contención, tiene el poder de connotar tanto lo inmediatamente expuesto sobre el personaje como lo que le espera. Veamos esto a través de un breve ejemplo: no necesitamos que aparezca referido explícitamente en el texto qué sucederá con el casquivano señor Suárez, el homosexual, luego de que sea liberado de la cárcel por su condición: nos basta con que antes hayamos apreciado cuánto quería “la fotógrafa” a su madre y que ésta ha muerto sin que él lo sepa- o no se haya atrevido a saberlo-.




Las jóvenes de La Colmena: vestales sacrificadas al demonio de la desgracia

“A la muchacha, que es dulce como una flor y también capaz de dejarse abrir sin dar un solo grito... hay veces en que... tiene más frío que de costumbre y ganas de llorar, unas ganas inmensas de llorar”

La Catedral levantada por Cela tiene sus oficios propios. Uno de ellos es desempeñado por las jovencitas españolas. Su misión corresponde en dejar que manos impuras ajen la sagrada y lozana flor de su juventud, a cambio del dinero necesario para salvar a los suyos.

Tal es el caso de Victorita, jovencita cuyo novio había sido devuelto del cuartel porque estaba tuberculoso (Cela, pág. 145), que no escatima en sacrificios con tal de ver a su pareja sana:

-Pues lo que oyes. Si te fuese a curar me liaba con el primer tío rico que me sacase de querida (Cela, 146).

La desgracia que encarna La Colmena es tan grande, tan voraz, que aun el amor, que en el caso de Victorita se viste de prostitución, será capaz de evitar que también ella sea consumida por la enfermedad:

La muchacha, por las mañanas tiene una tosecilla ligera, casi imperceptible. A veces coge algo de frío y entonces la tos se le hace un poco más ronca, como más seca (Cela, pág.267).

Una prueba más de cómo con unas cuantas palabras puede Cela abarcar incluso el destino de los personajes: aunque no nos sea explicitado, sabemos que Victorita ha contraído la tisis.

Pero Victorita no es la única vestal de la catedral celiana: Purita también vende su cuerpo por los suyos, una familia miserable de seis hermanos. Para ayudar a su hermanito menor, Paco, Purita deja que en un cine el chamarilero José Sanz Madrid tenga:

... ya la mano, desde hace rato, dentro del escote de la muchacha (Cela, pág. 251).

La última inmolada que hasta aquí traeremos es Petrita, la criada en casa de la hermana de Martín Marco. Este último ha tenido una discusión con Celestino Ortiz por unos cafés que le debía. Petrita, que ama secretamente a Martín Marco, no duda en ofrecer su cuerpo para saldar la deuda:

-Que si yo valgo veintidós pesetas.
A Celestino Ortiz se le subió la sangre a la cabeza.
¡Tú vales un imperio!
-¿Y veintidós pesetas?
Celestino Ortiz se abalanzó sobre la muchacha.
-Cóbrese usted los cafés del señorito Martín (Cela, pág. 126).

En los tres personajes antes revisados vemos cómo la belleza de la mocedad es manoseada a cambio de dinero, no para sus poseedoras, sino por el bienestar de otros. Hay aquí una evidente intención de denuncia social, la cual no deja de hallar eco, no sólo en la realidad misma – la prostitución es aún el único medio que muchas mujeres tienen para paliar el hambre y la necesidad- sino también en la Literatura: antes de Victorita, Purita y Petri, Fantine, personaje de Los Miserables, vendió su juventud para enfrentar la desgracia que sobre ella y su hija se ceñía. Cuán distinto sería el mundo si los hombres aprendiesen de la literatura- ya que no pueden hacerlo de la propia realidad en que están inmersos-; si la humanidad hubiese escuchado las denuncias de Víctor Hugo, Cela no habría tenido que repetir, más de cien años después que el escritor francés, el grito desgarrador que encarnan las tristísimas situaciones antes comentadas.

Un último alcance antes de finalizar con este tema: si aceptamos que lo denunciado por Cela no se extingue en el período donde surgió la obra, ni mucho menos en sus páginas, hemos de ceder también al hecho de que a través del lenguaje el escritor español ha logrado hacer sensible a través de Victoria, Pura y Petrita una cuestión ontológica que es susceptible de encarnarse en cualquier tiempo y lugar para vergüenza de la humanidad toda.

Los cantos proferidos al dios de la desgracia: el niño que canta flamenco



“ El niño que canta flamenco se moja cuando llueve, se hiela si hace frío, se achicharra en el mes de agosto, mal guarecido a la escasa sombra del puente: es la vieja ley del Dios de Sinaí”

Esgraciaíto aquel que come
El pan por manita ajena;
Siempre mirando a la cara
Si le ponen mala o buena (Cela, pág. 74).

Acaso sin saberlo, el pequeño de unos seis años que profiere estos versos canta su suerte: en pago a su cantar, de una taberna le arrojan un par de monedas y un poco de bazofia, que el infante recoge rápidamente, como si temiese que un perro viniese y le arrebatase el preciado botín.

A este gitanillo, vergonzosa mácula social, sólo se le puede llamar niño por su edad porque trabaja cantando diez horas diarias, expuesto a todo tipo de riesgos- como la borracha que en cierta parte le da un empujón, haciéndolo dar de narices contra una pared-.

El gitanillo, creo que ya lo dijimos, debe andar por los seis años (Cela, pág. 93).



Nadie con una pizca siquiera de humanidad puede dejar de sentir impotencia ante el contraste de nuestro gitanillo con un niño que tuvo la suerte de nacer en el seno de una familia acomodada:

El niño es vivaracho como un insecto, morenillo, canijo. Va descalzo y con el pecho al aire... Canta solo, animándose con sus propias palmas y moviendo el culito a compás (Cela, pág. 74).

Contra:

El niño se ha tomado un doble de café con leche y dos bollos suizos, y se ha quedado tan fresco... parece un gitanillo flaco, y barrigón. Lleva un gorro de punto; es un niño que va muy abrigado (Cela, pág. 53).

No obstante su infrahumana condición, nuestro gitanillo cantor no deja de encarnar cierto no sé qué de sabiduría, pues, por una parte, sabe administrar lo poco que le deja su actividad lírica de un modo que le permite, aunque mal y sólo a veces, comer, y por otra demuestra una rara comprensión del misterio de la muerte:

Cuando sacaron a doña Margot, camino del depósito, el niño se calló respetuoso (Cela, pág. 116).

Este niño, en fin, canta a las puertas de la catedral erigida al demonio de la desgracia, de “su” desgracia. Y establezco cierta distancia entre él y el demonio porque su ingenuidad infantil (el niño tiene una expresión de no entender nada de lo que pasa) le evita al menos la desesperación de tener conciencia de su miseria.






Elvira o la soledad

“Se duerme con la luz encendida, la Señorita Elvira”

En la Catedral de La Colmena, al igual que en algunas iglesias, hay un cementerio. Se trata del café de Doña Rosa, donde los muertos son los parroquianos junto con sus sueños: fenecidos antes de tiempo, sólo falta que dejen de respirar. De hecho, las lápidas ya los esperan allí y poco importa que los nombres no coincidan:

Muchos de los mármoles de los veladores han sido antes lápidas en las Sacramentales (Cela, pág. 23).

Entre las decenas de muertos que en macabro desfile pasan por el café de doña Rosa- cementerio de la catedral- hay un alma en pena que merece nuestra consideración: la señorita casi vieja Elvira. Asidua parroquiana del café, lleva una vida que bien mirado, ni merecería la pena vivirla (Cela, pág. 27).

Una vida que no merece la pena ser vivida... ni siquiera el mismísimo Gracián podría haber condensado en tan pocas palabras tanta significación. Con estas palabras, tan precisas, tan decidoras, nuestro autor abarca de una sola vez todas las desgracias que Elvirita ha padecido en su vida, desde su temprana orfandad hasta la absurdidad de su existencia actual, pasando por las burlas de otras jovencitas sobre la muerte ignominiosa de su padre que debía tolerar y el asturiano padillero con que huyó y que le propiciaba terribles golpizas.

La soledad de Elvirita es tal, que las dos posibilidades amorosas que hay en su vida están dadas por Don Pablo, un miserable, y Leoncio Maestre, un galán que intenta seducirla a punta de cigarrillos, pero ninguno llega realmente hasta ella. El único compañero “amoroso” de sus noches es un gato negro y medio calvo que sonríe enigmáticamente que la posea en las pesadillas:

El gato sigue estirándose cada vez más. La señorita Elvira se va quedando sin respiración, con la boca seca. Sus muslos se entreabre, un instante cautelosos, descarados después (Cela, pág. 190).

Diremos, para terminar con este tema de nuestro ensayo, que los asiduos al café de Doña Rosa van rotando todos, salvo uno: Doña Elvira, que

en realidad es ya casi como un mueble más (Cela, pág. 123).

Hay en el ejemplo anterior un claro ejemplo de esperpentización por cosificación. A través de esta deformación degradante, Cela hace sensible una cuestión sumamente existencialista: la ausencia de una justificación que otorgue sentido a la vida. Es bien curioso lo que sucede si aplicamos a este personaje los estudios teórico-literarios, según los cuales, los personajes actúan según determinados motivos ( el motivo de la venganza, el del reencuentro, etc.). Sin embargo, Elvira es una rara excepción: simplemente, no hay un motivo que impulse o frene su actuar.



Doña Rosa: suma sacerdotisa de la catedral de la desgracia

“Doña Rosa va y viene por entre las mesas del café, tropezando a los clientes con su tremendo trasero”

Hay en la catedral de La Colmena un personaje encargado de hacer la voluntad del demonio de la desgracia: Doña Rosa, la dueña del café de Las Delicias.

En lo que a esperpentizaciones respecta, el autor se ensaña con Doña Rosa. Veamos un par de ejemplos que grafiquen nuestra aseveración:

Doña Rosa tiene la cara llena de manchas, parece que está siempre mudando la piel como un lagarto (Cela, pág. 22).

En el extracto anterior, apreciamos una esperpentización por animalización. Esta imagen, que condensa en muy poco lo esencial del personaje, es más bien grotesca y contribuye a que ya desde las primeras páginas experimente ante Doña Rosa repugnancia, la cual no irá sino confirmándose a lo largo del relato. Pero veamos otro ejemplo, cortesía esta vez de Mauricio Segovia:

-Yo no sé quién será más miserable, si esa foca sucia y enlutada o toda esa caterva de gaznápiros (Cela, pág. 101).

Nuevamente, apreciamos una esperpentización por animalización. Si el esperpentismo busca censurar vicios, Doña Rosa se tiene bien merecidas las degradaciones, pues concentra en su constitución gran parte de los que hay en La Colmena: desde la gula, que la lleva a padecer repulsivas indigestiones nocturnas,

-Huy, hija!¡ y qué retorcijones! ¡tenía el vientre como la caja de los truenos! Para mi que cené demasiado (Cela, 231)

hasta la humillación de sus empleados, que son los que la hacen merecedora de las palabras antes vistas de Mauricio Segovia, pasando por la avaricia,

... según dicen por el barrio, guarda baúles tan bien escondidos, que no se los encontraron ni durante la guerra civil (Cela, pág. 317)

La cual es en parte la causa de la miseria, por ejemplo, de los músicos Mecario y Seoane.

Gulosa, humillante con sus subordinados, avara y grotesca, Doña Rosa simboliza sin duda una sociedad enferma en que a los niños son privados de su niñez, las jovencitas deben vender su cuerpo por los suyos y las miradas jamás descubren horizontes nuevos, paisajes nuevos, nuevas consideraciones (Cela, pág. 270).

Pero nos olvidamos de un vicio por completo execrable: intentar hundir más al que está en la miseria:

... dile a Pepe que ya sabe: a la calle con suavidad, y en la acera, dos patadas bien dadas donde se tercie.¡Pues nos ha merengao! (Cela, pág. 41).

El destinatario de la golpiza de Pepe es Martín Marco, y la habría recibido de nos ser porque el viejo camarero se apiadó. Al aplastar aún más al menesteroso, Doña Rosa se despoja a sí misma de todo grado de humanidad, haciéndose justa merecedora de las caracterizaciones esperpénticas que Camilo José Cela le profiere. Él, al figurarla como un animal, no hace sino revelar la verdadera esencia bestial que la dueña del café Las Delicias encarna.


B) Situaciones esperpénticas

Al igual que en Valle-Inclán, en la obra celiana las figuraciones esperpénticas se aplican no sólo a los personajes, sino también a las situaciones. En ellas, se plantea un profundo conflicto entre lo esperado, según el imaginario en el que se proyectan, y lo sucedido. Veamos algunos ejemplos que ilustren de mejor manera lo que aquí intentamos plantear.




El mareo del poeta

Al demonio que se adora en la catedral de La Colmena no le agrada lo bello. Por eso, cuando un joven poeta, evadido del bullicio del café de Doña Rosa en busca de la mariposita ciega y sorda de la inspiración, intenta componer versos para su obra Destino, se manifiesta para sacar al joven vate de la contemplación estética y sumirlo en la degradante condición humana: le entran mareos que acabarán por hacerlo perder la conciencia. Algunos parroquianos, para reanimar al jovencito, deciden

... llevarlo al water,[pues] debe ser un mareo (Cela, pág.54).

El contraste del momento de plena inspiración poética con el del joven poeta reanimándose con el olor a desinfectante que hay en los baños encarna un esperentismo tal, no contra el vate, sino contra la vida misma, pletórica de estas situaciones en que los hombres son arrancados de lo bello para hundirse en lo mísero de su condición, que difícilmente alguien podría dejar de sentir una amargura demoledora.

Creo ver en el conjunto esperpéntico que resulta del contraste anterior una imagen clara de la condición humana, según la cual, a los hombres no les es dado permanecer mucho tiempo en la contemplación de la belleza, pues rápidamente, la desgracia se encargará de arrancarlo de ella contra su voluntad.



El ensayo del discurso de Don Ibrahim de Ostolaza y Bofarull y la indigestión de la bebé

Sin duda una de las más cómicas de la obra, la situación en que se introduce al jurista Don Ibrahim de Ostolaza y Bofarull no deja de ser esperpéntica: éste ensaya ante un espejo el discurso – esa palabrería insustancial que tantas veces se encuentra en los abogados- que más tarde proferirá ante sus colegas. Mientras lo hace, va imaginando las ovaciones y comentarios de admiración que desencadena entre su auditorio ficticio ( A lo mejor, uno del público dice en voz baja: “evidente, evidente” [Cela, pág.102]. Sin embargo, antes de oír aclamaciones por parte de sus espectadores, lo que llegará hasta sus oídos desde el departamento vecino será:

¿Ha hecho caquita la nena? (Cela, pág. 103).

Toda la circunspección que la escena podría inspirar se viene abajo con la preocupación de un padre por el estreñimiento de su pequeña hija. Ahora bien, esto no deja de haber en esto un ademán de justicia, puesto que, sin duda, los juristas y legisladores han de velar ante todo por promulgar leyes que promuevan la justicia y el bien común, y no perder el tiempo discutiendo sobre si es o no usucapión un modo de adquirir derechos, menos aún cuando, como ya hemos visto con antelación, hay niños sumidos en la más absoluta miseria, las mujeres se prostituyen porque no hay acceso garantizado a la salud (recordemos que Victorita lo hacía por su novio tuberculoso) y los empleados no tienen derechos que los protejan de los maltratos de una obesa grotesca.






El encuentro de Don Roque y su hija Julita en un prostíbulo

“¡Hola, hija! ¿De dónde vienes?
...
-De... la fotografía. Y tú, ¿a dónde vas?
-Pues... a ver a un amigo enfermo; el pobre está muy malo”

Julita tiene veintidós años y es la mayor de las hijas de doña Visi y Don Roque. Desde hace algún tiempo, va a amarse con su novio Ventura Aguado a la casa de tolerancia de doña Celia. Los niños de la casa, sobrinos de Doña Celia, cuando ven a la pareja o alguna otra gritan jubilosos por el pasillo: “¡viva, viva, viva, que ha venido otro señor!” (Cela, pág.153). Es bien probable que ese “otro señor” haya sido más de alguna vez Don Roque, que iba hasta allí acompañado, no de doña Visi, sino de Lola, su amante. ¿ Habrá sentido Don Roque alguna vez el olor de su hija en el lecho donde acaba de retozar con Lola? Quizá sólo llegó a sentir vagamente cierta tibieza en el colchón donde antes estuvo su Julita, la mayor de sus hijas.

Tal vez Don Roque nunca llegó a retozar con Lola en el mismo lecho en que lo hizo poco antes Ventura con Julita, pero lo cierto es que ambos, padre e hija, sostenían amores clandestinos bajo el techo del mismo prostíbulo, y la vez en que se encontraron constituye una de las situaciones más esperpénticas de toda la obra.

miércoles, 22 de agosto de 2007

El blog con mejor ortografía y redacción

Los invito a visitar el sitio de mi amigo Cristian, quien aborda ahí una disciplina de seguro desconocida por muchos; pero que, sin duda, los amantes de los videojuegos considerarán no poco interesante. La dirección es http://www.ludologia.cl/.

La presencia de Orestes en algunas obras plásticas (continuación)


c) Orestes Pursued by the Furies, Bourguereau (1862)
" Nos posaremos sobre tu corazón podrido como las moscas
sobre un dulce,
corazón podrido, corazón ensangrentado, corazón deleitable.
Saquearemos como abejas el pus y la sanies de tu corazón.
Haremos con ellos miel, ya verás, hermosa miel verde"
-Coro de las Erinias en Las Moscas.



En la pintura anterior, se aprecia a Orestes perseguido por las Erinias o Euménides, quienes le señalan el cuerpo de su madre apuñalado.
En relación con la obra antes señalada, la actitud de Orestes ha cambiado: ya no es el hijo de Agamenón seguro de sí mismo: ahora huye semidesnudo del insoportable aullido de las Erinias, que incansablemente le recuerdan el crimen que ha perpetrado; cubre sus oídos con sus manos, sus ojos desorbitados significan desesperación y locura. Sin duda, estamos frente al pathos helenístico en toda su expresión. Su cuerpo, sin embargo, refleja una armonía y una proporción clásica (bien podría hablarse de quiasme en su figura).
Las que los romanos llamaban Furias envuelven, caen sobre el matricida. Le señalan con sus dedos la daga clavada en el pecho de su madre, la cual hace lo mismo con sus manos. En sus rostros la cólera se deja ver. Son las diosas vengadoras que le recriminan al asesino su ineluctable falta. En sus manos, se encuentran distintos objetos que simbolizan persecución: usa serpiente usada como látigo para fustigar al criminal y la antorcha para atormentarlo y buscarlo entre las sombras. En sus cabellos, se dejan ver sierpes que recuerdan a Medusa, lo cual, es posible considerarlo como una intromisión del símbolo cristiano que recuerda al pecado original. Es curioso que Borguereau halla representado sólo tres euménides, puesto que quien las representó en dicha cantidad fue un autor romano y no griego: Virgilio. El autor mantuano hablaba de Alecto, Megera y Tisífone.
La aparición fantasmagórica de Clitemnestra destaca por el reiterativo uso del color rojo, lo cual operar como un catalizador del significado de crimen y sangre que porta.
Un elemento que evidentemente nos remite al mundo helénico constituye el marcado perfil griego de cada uno de los personajes que aparecen en la obra.
Es interesante, por otra parte, reparar en lo brumoso del conjunto; incluso en algunos sectores, como en el extremo derecho de la obra, los límites entre figura y fondo se pierden en la bruma.
Pero sabemos que las Erinias no son sino los remordimientos que Orestes siente tras haber asesinado a su madre. Por lo tanto, el resto de las figuras no son sino una alegoría del sufrimiento interno del atrida, en otras palabras, subjetividad externalizada y objetivada. Tenemos, entonces, que, en esta obra, los límites entre objetividad y subjetividad se han perdido; la realidad se ha doblegado, ha quedado relegada a un segundo plano por lo irracional, lo inconsciente, representado en las Euménides y la alucinación fantasmal de Clitemnestra.
Es quizá la última obra la más trágica de todas las que aquí revisamos, puesto que nos remite a una concepción del hombre como ser incapaz de abandonar lo que Patxi Lanceros llama la herida trágica. Orestes, pese a sus intentos de huir, no puede negar el aspecto irracional de su condición.



Bibliografía
-Lanceros, Patxi, La herida Trágica, Anthropos, Barcelona, 1997.
-Lesky, Albin, La tragedia griega, El Acantilado, Barcelona, 2001.
-Mondolfo, Rodolfo, La comprensión del sujeto humano en la cultura antigua, Eudeba, Buenos Aires.
-Hauser, Arnold, Historia social de la literatura y el arte : desde la prehistoria hasta el Barroco, Debate, Madrid, 1998.
-Sartre, Jean Paul, Las Moscas, Losada, Buenos Aires, 1973.
-Esquilo, Tragedias completas, EDAF, Madrid, 1989.
Sitios Web:
http://www.beloit.edu/~classics/Trojan%20War%20Site/Clytemnestra%20Agamemnon%20Orestes/Orestes_pursuded_by_the_Furies(Bourguereau,_Smaller).jpg
http://www.vroma.org/images/mcmanus_images/orestes-clytie.jpg
http://www.stanford.edu/~plomio/orestes.JPG

martes, 21 de agosto de 2007


b) Orestes asesinando a Egisto y Clitemnestra, de Bernardino Mei ( 1654)

“Quien hace mal, mal recibe; ésta es una de las verdades más antiguas”
-Esquilo.



Al igual que en la obra analizada más arriba, podemos apreciar al momento en que Orestes velará para siempre los ojos de su madre. No obstante, Mei ha introducido nuevos personajes: apreciamos el cadáver de Egisto bajo el atrida y un par de ancianos al fondo del conjunto.

Lo primero que salta a la vista corresponde a la imagen de Orestes: éste, como ya dijimos, se sube sobre el cuerpo de Egisto para dar muerte a Clitemnestra. Se hace patente en la figura del protagonista lo antes señalado por Hauser: es ésta de un gran tamaño, lo cual no sólo nos remite a la importancia que éste tiene dentro del conjunto, sino que también genera la percepción de profundidad en relación al par de ancianos del fondo, lográndose así el afán de dinamismo.

Siempre dentro del análisis de la figura del atrida, destaca la vestimenta que éste lleva. Tal como se ve, son sus ropas muy llamativas, lo cual contrasta con los macilentos cuerpos de los ajusticiados y el grisáceo color de los provectos hombres del fondo.

Otro signo evidente corresponde a la musculatura extremada de Orestes: sus anchas espaldas y su talle fornido se marcan nítidamente en sus ropas ajustadas; sus piernas y brazos parecen tomados de un libro de anatomía. Esto, como bien sabemos, constituye una clara manifestación de la influencia del arte del período helenístico.

Pasemos ahora al análisis de la actitud del hijo de Agamenón. Ya dijimos que se ha subido sobre el asesino de su padre, reduciéndolo a la condición de cosa, humillándolo quizá en sus postreros y agónicos momentos; la espada se eleva firme, dispuesta a caer sobre el pecho de Clitemnestra; con su otra mano, Orestes coge de una trenza la cabeza de su madre, para que ésta no pueda escapar. Lo hace con tal fuerza, que esta cae y debe apoyarse en el suelo. Todo lo anterior, si se quiere, constituye signos de suma seguridad. ¿Por qué entonces nuestro héroe cierra los ojos? Sin duda, porque el acto que está por cometer es demasiado terrible: para vengar a su madre, debe ajusticiar a su madre, que lo mira con ojos de espanto. Para convertirse en matricida, debe negar la realidad exterior, como Edipo, y buscar la verdad, al dios que marca su destino, en su interior.

Otro elemento presente en la obra digno de ser considerado constituye el cadáver de Egisto. El que vio escondido tras unas cortinas cómo su padre devoraba sin saberlo a sus propios hermanos, yace con la cabeza caída fuera del lecho, sangrando abundantemente por la boca, tanto, que una poza de sangre se ha formado bajo él. En su nuca, es posible también notar la presencia de sangre. Por lo tanto, fue herido por la espalda. Acaso Bernardino Mei quiso decirnos con ello que Orestes no tuvo ninguna consideración para con el asesino de su padre, sino que lo mató por la espalda, como quien se deshace de una bestia. Agamenón también murió traicionado por la espalda. Otro signo interesante: las sombras nos impiden apreciar los ojos sin vida del hijo de Tiestes, lo cual podría constituir otra alusión al mundo griego, esta vez a Homero, quien frecuentemente simbolizaba la muerte de los héroes en combate con las sombras que velaban los ojos.

Clitemenstra, por su parte, como ya se dijo anteriormente, expresa en su actitud un profundo horror, para el cual podemos dar al menos dos causas: la muerte y, sobre todo, el hecho de que su justiciero sea su propio hijo. Con su mano, agarra fuertemente a Orestes, como si lo remeciese intentándolo hacer entrar en razón.

Además, su pecho se encuentra descubierto, lo cual constituye otra alusión al mundo griego, esta vez al arte clásico, en donde aparece el desnudo femenino como nuevo signo de belleza.

Pese al elemento clásico señalado anteriormente, lo cierto es que prima en toda la obra la influencia helenística, puesto que es posible apreciar una supremacía del color por sobre la forma ( sobre todo en la figura de los ancianos, quienes se ven envueltos en cierta nubosidad). Además, domina el conjunto el pathos de Nietzsche: el horror de Clitemnestra, la actitud de dolor y derrota de Egisto, la presencia de los ancianos espectadores ( recordemos que la vejez era un tema helenístico), son algunos signos que nos remiten al arte griego que se dio entre los siglos III y I a. C.

En otro ámbito, algo muy interesante de la obra es que ésta pareciera invitarnos a asumir, además de la percepción principal que nos muestra de frente a Orestes, otras perspectivas, con lo cual se hace patente la concepción de mundo fragmentada y relativizada de la cual hablaba Arnold Hauser.

Finalmente, otro elemento del cual nos habla el esteta húngaro que se halla presente en la obra corresponde a la infinitud que parecen comunicar las tinieblas presentes: puede decirse que las sombras nacen en la esquina superior izquierda de la pintura y se prolongan diagonalmente hacia la esquina inferior derecha, con lo cual establecen una suerte de línea divisoria entre Orestes y los asesinos de su padre. Esto, si se quiere, pareciera no sólo aumentar el dramatismo al diferenciar claramente las fuerzas en pugna, sino que también abren un espacio insondable lleno de sombras al interior de la pintura.

lunes, 20 de agosto de 2007

La presencia de Orestes en algunas obras plásticas



Introducción

“Ni aún permaneciendo sentado junto al fuego de su hogar puede el hombre escapar a la sentencia de su destino”
-Esquilo


El presente trabajo trata de la presencia de Orestes, protagonista de la tragedia esquilea La Orestiada, en tres obras pertenecientes a periodos distintos: la primera corresponde a una vasija griega del periodo clásico, la segunda es una pintura barroca y la tercera una romántica.

A priori, se desprende de lo anterior que lo griego, manifestado en la figura del atrida, lejos de extinguirse con la decadencia del mundo helénico, ha pasado a constituir parte esencial de imaginario occidental, desde donde no sólo se erige como manantial inagotable de símbolos susceptibles de albergar significaciones aparentemente propias de la modernidad, sino también como canon que otorga importantes directrices para la creación estética.

Pero no podemos quedarnos con lo obvio: a través de esta investigación se intentará patentizar aquellos signos que unívocamente nos remiten desde la modernidad hasta la antigüedad griega.

Para lo anterior, se han formulado los siguientes objetivos:

Objetivos generales:

a) Apreciar la pervivencia de la cultura clásica en obras modernas.
b) Reconocer la interpretación que da la modernidad a símbolos propios de la cultura helénica.
c) Valorar el arte griego como fuente inagotable de patrones estéticos.

Objetivos específicos:

a) Apreciar la imagen de Orestes como símbolo susceptible de encarnar problemáticas modernas.
b) Evidenciar la existencia de signos propios del arte griego en las obras de Bourguereau y Bernardino Mei.








Marco teórico

“ Todo lo trágico se basa en un contraste que no permite salida alguna. Tan pronto como la salida aparece o se hace posible, lo trágico se esfuma”
- Goethe.

Según Rodolfo Mondolfo, la hybris corresponde a una noción ético-religiosa que se transmitió desde la lírica coral a la tragedia griega, en la cual se lleva a cabo una honda acción en el desarrollo comprensivo de cualquier especie de crimen (sacrilegios, ultrajes a los muertos, ofensas a los padres, violación de los derechos de hospitalidad, adulterios, incestos, suicidios, etc.). También, dicho autor sostiene que, en el género antes mencionado, el hado se muestra siempre implacable y engendra crímenes progresivos ( así, Orestes hereda una culpa proveniente, por lo menos, de Atreo); pero siempre de un primer crimen voluntario de un hombre, y que tiene en él su primera raíz: el destino es implacable porque son ineluctables las sanciones consecuentes al primer pecado.

Lo anterior se halla presente en Esquilo: según Mondolfo, él protesta contra la concepción de un fatum en el cual la desgracia inevitable sería el ciego talión de la prosperidad: la hybris es para nuestro autor una falta individual, la causa de los desastres.

A propósito del género cultivado por Esquilo, es necesario traer hasta aquí la clasificación que realiza Albin Lesky de los distintos tipos de conflicto trágico:

a) Conflicto radicalmente trágico: se concibe el mundo como sede de la destrucción incondicional de fuerzas y valores incondicional de fuerzas y valores, sin solución y que no puede explicarse por ningún sentido trascendente. Corresponde a la destrucción de fuerzas y valores que necesariamente están en pugna.
b) Conflicto trágico absoluto: Tampoco hay aquí solución y en su extremo se encuentra la destrucción. Pero este conflicto, por muy absoluto que sea en sí mismo en su desarrollo, no representa al mundo por entero. Es un suceso parcial del mundo, y es completamente concebible que, aquello que en este caso especial tuvo que finalizar con muerte y destrucción, es parte de un todo trascendente y que adquiere su sentido de leyes que rigen el todo.
c) Situación trágica: También en esta concepción encontramos los elementos que constituyen lo trágico: hay fuerzas opuestas que se levantan unas contra otras; ahí está el ser humano que no encuentra solución a su conflicto y que ve su existencia entregada a la destrucción. Pero, más tarde, la nube que parecía impenetrable se rasga y llega el rayo de luz de la salvación. Este último tipo de conflicto es el que hallamos presente en La Orestiada.


Por otra parte, según ciertos autores, lo trágico reaparecería durante el siglo XIX con el Romanticismo. Uno de estos autores, Patxi Lanceros, sostiene que el periodo antes señalado constituye la mitad lúgubre de la modernidad, la rebelión contra la linealidad autocomplaciente y progresiva del la Ilustración. Según el autor catalán, el Romanticismo rechaza, no los presupuestos modernos, sino las conclusiones ilustradas: el orgullo antropocéntrico, la soteriología del progreso, la hegemonía de la razón y el correlato emocional de todo esto, es decir, el optimismo de la revolución lograda y de la utopía realizable. Así, el cambio de sensibilidad y de percepción del entorno que acarrea el movimiento romántico, corresponde a un aserto que depende, no simplemente del cambio de época, sino de pensamientos y emociones humanas tal y como nos han sido legadas desde el nacimiento del texto escrito.

Señala, también, Lanceros, a propósito de la sensibilidad romántica, que se configura ésta en la modernidad como la rebelión del inconsciente reprimido frente a la conciencia colectiva. Sostiene, además, que dicho sentir restituye la figura trágica, o el abismo entre la luz y la sombra. Con el romanticismo, en fin, reaparece el abismo, la herida trágica ( apartadora del hombre respecto de sí mismo, de la naturaleza, los dioses, dicha herida es irreducible e insobornable; incapaz de someterse a la coherencia de una lógica, a la coacción de un sistema o a la disciplina e una institución), el u- topos que impide el descanso y todo intento de proyecto, orden o sosiego y que genera la conciencia del destino trágico al percibir el fundamento (grund) como ausencia o abismo.

Si el Romanticismo, lejos de constituir una novedad ( se afirma esto dentro de ciertos márgenes), es la configuración de un sentir inherente al hombre, es lícito afirmar que dicha forma de sentir habíase dado con antelación: si se quiere, el movimiento del siglo XVII llamado Barroco constituye una manifestación previa.

Para Arnold Hauser, el Barroco, que expresa un sentido dinámico de la vida, constituye una resistencia contra todo lo permanente y contra todo lo fijado de una vez para siempre, contra lo delimitado. Este movimiento, para hacer sensible la profundidad espacial, emplea primeros planos demasiado grandes de figuras que se acercan al espectador en repussoir. Además, tiende a sustituir lo absoluto por lo relativo, lo más estricto por lo más libre, lo cual se logra prefiriendo la forma “abierta” y atectónica. Esto produce más o menos siempre un efecto incompleto e inconexo: parece que las obras pueden ser continuadas por todas partes y que desbordan de sí mismas.

A las conclusiones anteriores de Hauser, se agrega que la intención artística es “cinematográfica”, puesto que los sucesos representados parecen haber sido acechados o espiados, como si fuesen aparente voluntad del acaso.

Es posible, además, percibir cierta evolución que culmina en un desvío contra lo demasiado claro y evidente. Las causas de esto son por lo menos dos: la existencia de un público más entrenado y un afán de despertar en el contemplador el sentimiento de inagotabilidad, incomprensibilidad, de infinitud de la representación.

Siempre haciendo referencia al Barroco, es necesario considerar que Copérnico, con su doctrina de que la Tierra gira alrededor del Sol, promueve una nueva visión de mundo basada en la ciencia natural. En efecto, con el astrónomo polaco, cambia definitivamente la tradicional posición señalada por la Providencia al hombre en el universo: el hombre ya no podía significar el sentido y finalidad de la creación. Lo anterior significaba también que el universo ya no tiene ningún centro: es infinito y, sin embargo, unitario.

Lo expuesto en el párrafo anterior significó que el hombre se convirtiese en un pequeño e insignificante factor. Sin embargo, curiosamente, la consecuencia de comprender el universo se convirtió en una fuente de ilimitado orgullo.

Análisis de imágenes

a) Vasija griega del siglo V a. C.



“La ha herido. Era nuestra madre, y la ha herido”
-Electra en Las Moscas.



Lo narrado en la imagen anterior corresponde al momento mismo en que Orestes, obligado por Apolo, se dispone a vengar a su Padre, Agamenón, asesinando a Clitemnestra, su madre.

Lo primero que llama la atención es la serenidad de los rostros: sabemos, gracias al texto esquileo, los debates internos que padece Orestes antes de acometer contra su madre; Clitemnestra, por su parte, está a punto de morir; sin embargo, ninguno de los dos expresa emoción alguna. Esto se explica consdirando que la obra que aquí estudiamos pertenece al período clásico y, por lo tanto, las figuras humanas encarnan una serenidad absoluta. En otras palabras, se manifiesta aquí traslúcidamente la idea nietzscheana del ethos: la moderación, la justa medida.

Otro elemento singular de la obra corresponde al movimiento que llevan a cabo los personajes: al parecer, el artista no fue capaz de resolver el problema del desplazamiento en un espacio bidimensional, puesto que la posición del cuerpo no armoniza con la de la cabeza de las figuras. Pese a ello, los personajes, sobre todo Orestes y su madre, nos comunican la idea de persecución y huida. Además, la disposición de los miembros del matricida ( la espada desenvainada y la mano que coge el manto de Clitemnestra) sugerentemente nos invitan a completar con la imaginación el terrible acto.

Por otra parte, ciertos signos invitan a percibir la figura del atrida como central: por una parte, está la disposición de las figuras ( si se quiere, podría proponerse la presencia de un ritmo dado por hombre- mujer- hombre- mujer) y por otra, está el hecho de que el atrida corresponde a la única figura desnuda dentro del conjunto, gracias a lo cual podemos inferir que Orestes es poseedor de un alma virtuosa ( sin duda la piedad, entendida como fidelidad para con Apolo, pese a la horrible orden y también el respeto por los manes de su padre, son algunas de sus virtudes) que se refleja en un cuerpo bello. Además del cuerpo bello como signo de virtuosismo, es necesario considerar la actitud de Electra, su hermana: ella, pese a que también sentía deseos de vengar a su padre, nos es presentada en la obra aquí analizada como huyendo del atroz asesinato, lo cual contribuye a que el hijo de Agamenón se erija frente a nosotros como el único capaz de cargar con su destino aciago.

Imperdonable sería pasar por alto un signo harto interesante que se encuentra presente en la obra: la actitud de la madre de Orestes. Ella muestra a su hijo las palmas de las manos, en señal, si se quiere, de inocencia. ¿Por qué el autor nos pinta a la asesina de su esposo pretendiendo pasar por candorosa frente a su verdugo? De seguro el público de esta obra era conocedor de la historia de Orestes; sabía, por lo tanto, de la infidelidad con Egisto y del asesinato del rey. Entonces, lo que quizá quiso comunicar fue lo arduo que fue para Orestes cumplir las órdenes divinas: tuvo que asesinar a su madre, aun cuando ésta suplicaba por el perdón y alegaba inocencia.

Llama la atención también el atavío de Orestes: acaso el sombrero con que aparece representado busque remitir al espectador al incógnito con que Orestes llega a Argos en compañía del pedagogo.

Finalmente, un aspecto evidentemente griego corresponde al rostro de los personajes: todos ellos aparecen representados con un perfil griego.