jueves, 23 de agosto de 2007

La Colmena: catedral erigida al demonio de la desgracia

“La mañana, esa mañana eternamente repetida, juega un poco, sin embargo, a cambiar la faz de la ciudad, ese sepulcro, esa cucaña, esa colmena...”


Tras la lectura de La Colmena, queda uno con la sensación de haberse enfrentado con una obra arquitectónica ingente, una de esas que trascienden de ser representativas sólo del pueblo que las concibió- el español, en el caso de la obra en torno a la cual gira este ensayo- para erigirse monumento de la humanidad toda. Es por ello que me parece apropiada la comparación del proceso de lectura con la visita a una catedral, creaciones humanas que en toda su constitución exudan un sentido de trascendencia. Si se acepta la comparación, los personajes aparecerán ante nuestros ojos de viajero como las figuras plasmadas en los vitrales que adornan las paredes de la catedral.

Ahora bien, Cela, nuestro guía en este viaje de conocimiento de una construcción hecha con ladrillos de miseria humana, ha elegido una modalidad bien particular para mostrarnos su magna obra: nos va paseando en torno y dentro de ella, permitiéndonos sólo breves detenciones para contemplar las imágenes que hay en las paredes. Es que no podía ser de otra forma: como bien sabemos, los vitrales van significando mensajes distintos según la hora del día en que los veamos.

Los personajes de La Colmena, al igual que un cristal de v, son sumamente dinámicos. De lo anterior se desprende que el proceso de construcción interpretativa del personaje sea acumulativa: lo vemos por sólo unos momentos para volver más tarde sobre él. Pero ese volver sobre él no significa retornar para ver lo mismo que había con antelación: Los colores, y con ellos las figuras, de un vitral cambian según la luz del día que les llegue.

Otro alcance: en el lenguaje del eximio miembro del parnaso español, brevedad no es sinónimo de escueto; la palabra celiana posee una condensación significativa tan bien lograda, que bastan sólo unas líneas para “decirlo todo” sobre un personaje, y esto, porque las cosas más esenciales no han menester más que dos o tres palabras para ser expresadas.

Quizá alguien podría considerar a Cela como un irresponsable cicerone, puesto que deja su exposición con los más de los personajes incompleta; mas quien esto pensase estaría errado, puesto que la palabra del autor, por su acrisolado grado de contención, tiene el poder de connotar tanto lo inmediatamente expuesto sobre el personaje como lo que le espera. Veamos esto a través de un breve ejemplo: no necesitamos que aparezca referido explícitamente en el texto qué sucederá con el casquivano señor Suárez, el homosexual, luego de que sea liberado de la cárcel por su condición: nos basta con que antes hayamos apreciado cuánto quería “la fotógrafa” a su madre y que ésta ha muerto sin que él lo sepa- o no se haya atrevido a saberlo-.




Las jóvenes de La Colmena: vestales sacrificadas al demonio de la desgracia

“A la muchacha, que es dulce como una flor y también capaz de dejarse abrir sin dar un solo grito... hay veces en que... tiene más frío que de costumbre y ganas de llorar, unas ganas inmensas de llorar”

La Catedral levantada por Cela tiene sus oficios propios. Uno de ellos es desempeñado por las jovencitas españolas. Su misión corresponde en dejar que manos impuras ajen la sagrada y lozana flor de su juventud, a cambio del dinero necesario para salvar a los suyos.

Tal es el caso de Victorita, jovencita cuyo novio había sido devuelto del cuartel porque estaba tuberculoso (Cela, pág. 145), que no escatima en sacrificios con tal de ver a su pareja sana:

-Pues lo que oyes. Si te fuese a curar me liaba con el primer tío rico que me sacase de querida (Cela, 146).

La desgracia que encarna La Colmena es tan grande, tan voraz, que aun el amor, que en el caso de Victorita se viste de prostitución, será capaz de evitar que también ella sea consumida por la enfermedad:

La muchacha, por las mañanas tiene una tosecilla ligera, casi imperceptible. A veces coge algo de frío y entonces la tos se le hace un poco más ronca, como más seca (Cela, pág.267).

Una prueba más de cómo con unas cuantas palabras puede Cela abarcar incluso el destino de los personajes: aunque no nos sea explicitado, sabemos que Victorita ha contraído la tisis.

Pero Victorita no es la única vestal de la catedral celiana: Purita también vende su cuerpo por los suyos, una familia miserable de seis hermanos. Para ayudar a su hermanito menor, Paco, Purita deja que en un cine el chamarilero José Sanz Madrid tenga:

... ya la mano, desde hace rato, dentro del escote de la muchacha (Cela, pág. 251).

La última inmolada que hasta aquí traeremos es Petrita, la criada en casa de la hermana de Martín Marco. Este último ha tenido una discusión con Celestino Ortiz por unos cafés que le debía. Petrita, que ama secretamente a Martín Marco, no duda en ofrecer su cuerpo para saldar la deuda:

-Que si yo valgo veintidós pesetas.
A Celestino Ortiz se le subió la sangre a la cabeza.
¡Tú vales un imperio!
-¿Y veintidós pesetas?
Celestino Ortiz se abalanzó sobre la muchacha.
-Cóbrese usted los cafés del señorito Martín (Cela, pág. 126).

En los tres personajes antes revisados vemos cómo la belleza de la mocedad es manoseada a cambio de dinero, no para sus poseedoras, sino por el bienestar de otros. Hay aquí una evidente intención de denuncia social, la cual no deja de hallar eco, no sólo en la realidad misma – la prostitución es aún el único medio que muchas mujeres tienen para paliar el hambre y la necesidad- sino también en la Literatura: antes de Victorita, Purita y Petri, Fantine, personaje de Los Miserables, vendió su juventud para enfrentar la desgracia que sobre ella y su hija se ceñía. Cuán distinto sería el mundo si los hombres aprendiesen de la literatura- ya que no pueden hacerlo de la propia realidad en que están inmersos-; si la humanidad hubiese escuchado las denuncias de Víctor Hugo, Cela no habría tenido que repetir, más de cien años después que el escritor francés, el grito desgarrador que encarnan las tristísimas situaciones antes comentadas.

Un último alcance antes de finalizar con este tema: si aceptamos que lo denunciado por Cela no se extingue en el período donde surgió la obra, ni mucho menos en sus páginas, hemos de ceder también al hecho de que a través del lenguaje el escritor español ha logrado hacer sensible a través de Victoria, Pura y Petrita una cuestión ontológica que es susceptible de encarnarse en cualquier tiempo y lugar para vergüenza de la humanidad toda.

Los cantos proferidos al dios de la desgracia: el niño que canta flamenco



“ El niño que canta flamenco se moja cuando llueve, se hiela si hace frío, se achicharra en el mes de agosto, mal guarecido a la escasa sombra del puente: es la vieja ley del Dios de Sinaí”

Esgraciaíto aquel que come
El pan por manita ajena;
Siempre mirando a la cara
Si le ponen mala o buena (Cela, pág. 74).

Acaso sin saberlo, el pequeño de unos seis años que profiere estos versos canta su suerte: en pago a su cantar, de una taberna le arrojan un par de monedas y un poco de bazofia, que el infante recoge rápidamente, como si temiese que un perro viniese y le arrebatase el preciado botín.

A este gitanillo, vergonzosa mácula social, sólo se le puede llamar niño por su edad porque trabaja cantando diez horas diarias, expuesto a todo tipo de riesgos- como la borracha que en cierta parte le da un empujón, haciéndolo dar de narices contra una pared-.

El gitanillo, creo que ya lo dijimos, debe andar por los seis años (Cela, pág. 93).



Nadie con una pizca siquiera de humanidad puede dejar de sentir impotencia ante el contraste de nuestro gitanillo con un niño que tuvo la suerte de nacer en el seno de una familia acomodada:

El niño es vivaracho como un insecto, morenillo, canijo. Va descalzo y con el pecho al aire... Canta solo, animándose con sus propias palmas y moviendo el culito a compás (Cela, pág. 74).

Contra:

El niño se ha tomado un doble de café con leche y dos bollos suizos, y se ha quedado tan fresco... parece un gitanillo flaco, y barrigón. Lleva un gorro de punto; es un niño que va muy abrigado (Cela, pág. 53).

No obstante su infrahumana condición, nuestro gitanillo cantor no deja de encarnar cierto no sé qué de sabiduría, pues, por una parte, sabe administrar lo poco que le deja su actividad lírica de un modo que le permite, aunque mal y sólo a veces, comer, y por otra demuestra una rara comprensión del misterio de la muerte:

Cuando sacaron a doña Margot, camino del depósito, el niño se calló respetuoso (Cela, pág. 116).

Este niño, en fin, canta a las puertas de la catedral erigida al demonio de la desgracia, de “su” desgracia. Y establezco cierta distancia entre él y el demonio porque su ingenuidad infantil (el niño tiene una expresión de no entender nada de lo que pasa) le evita al menos la desesperación de tener conciencia de su miseria.






Elvira o la soledad

“Se duerme con la luz encendida, la Señorita Elvira”

En la Catedral de La Colmena, al igual que en algunas iglesias, hay un cementerio. Se trata del café de Doña Rosa, donde los muertos son los parroquianos junto con sus sueños: fenecidos antes de tiempo, sólo falta que dejen de respirar. De hecho, las lápidas ya los esperan allí y poco importa que los nombres no coincidan:

Muchos de los mármoles de los veladores han sido antes lápidas en las Sacramentales (Cela, pág. 23).

Entre las decenas de muertos que en macabro desfile pasan por el café de doña Rosa- cementerio de la catedral- hay un alma en pena que merece nuestra consideración: la señorita casi vieja Elvira. Asidua parroquiana del café, lleva una vida que bien mirado, ni merecería la pena vivirla (Cela, pág. 27).

Una vida que no merece la pena ser vivida... ni siquiera el mismísimo Gracián podría haber condensado en tan pocas palabras tanta significación. Con estas palabras, tan precisas, tan decidoras, nuestro autor abarca de una sola vez todas las desgracias que Elvirita ha padecido en su vida, desde su temprana orfandad hasta la absurdidad de su existencia actual, pasando por las burlas de otras jovencitas sobre la muerte ignominiosa de su padre que debía tolerar y el asturiano padillero con que huyó y que le propiciaba terribles golpizas.

La soledad de Elvirita es tal, que las dos posibilidades amorosas que hay en su vida están dadas por Don Pablo, un miserable, y Leoncio Maestre, un galán que intenta seducirla a punta de cigarrillos, pero ninguno llega realmente hasta ella. El único compañero “amoroso” de sus noches es un gato negro y medio calvo que sonríe enigmáticamente que la posea en las pesadillas:

El gato sigue estirándose cada vez más. La señorita Elvira se va quedando sin respiración, con la boca seca. Sus muslos se entreabre, un instante cautelosos, descarados después (Cela, pág. 190).

Diremos, para terminar con este tema de nuestro ensayo, que los asiduos al café de Doña Rosa van rotando todos, salvo uno: Doña Elvira, que

en realidad es ya casi como un mueble más (Cela, pág. 123).

Hay en el ejemplo anterior un claro ejemplo de esperpentización por cosificación. A través de esta deformación degradante, Cela hace sensible una cuestión sumamente existencialista: la ausencia de una justificación que otorgue sentido a la vida. Es bien curioso lo que sucede si aplicamos a este personaje los estudios teórico-literarios, según los cuales, los personajes actúan según determinados motivos ( el motivo de la venganza, el del reencuentro, etc.). Sin embargo, Elvira es una rara excepción: simplemente, no hay un motivo que impulse o frene su actuar.



Doña Rosa: suma sacerdotisa de la catedral de la desgracia

“Doña Rosa va y viene por entre las mesas del café, tropezando a los clientes con su tremendo trasero”

Hay en la catedral de La Colmena un personaje encargado de hacer la voluntad del demonio de la desgracia: Doña Rosa, la dueña del café de Las Delicias.

En lo que a esperpentizaciones respecta, el autor se ensaña con Doña Rosa. Veamos un par de ejemplos que grafiquen nuestra aseveración:

Doña Rosa tiene la cara llena de manchas, parece que está siempre mudando la piel como un lagarto (Cela, pág. 22).

En el extracto anterior, apreciamos una esperpentización por animalización. Esta imagen, que condensa en muy poco lo esencial del personaje, es más bien grotesca y contribuye a que ya desde las primeras páginas experimente ante Doña Rosa repugnancia, la cual no irá sino confirmándose a lo largo del relato. Pero veamos otro ejemplo, cortesía esta vez de Mauricio Segovia:

-Yo no sé quién será más miserable, si esa foca sucia y enlutada o toda esa caterva de gaznápiros (Cela, pág. 101).

Nuevamente, apreciamos una esperpentización por animalización. Si el esperpentismo busca censurar vicios, Doña Rosa se tiene bien merecidas las degradaciones, pues concentra en su constitución gran parte de los que hay en La Colmena: desde la gula, que la lleva a padecer repulsivas indigestiones nocturnas,

-Huy, hija!¡ y qué retorcijones! ¡tenía el vientre como la caja de los truenos! Para mi que cené demasiado (Cela, 231)

hasta la humillación de sus empleados, que son los que la hacen merecedora de las palabras antes vistas de Mauricio Segovia, pasando por la avaricia,

... según dicen por el barrio, guarda baúles tan bien escondidos, que no se los encontraron ni durante la guerra civil (Cela, pág. 317)

La cual es en parte la causa de la miseria, por ejemplo, de los músicos Mecario y Seoane.

Gulosa, humillante con sus subordinados, avara y grotesca, Doña Rosa simboliza sin duda una sociedad enferma en que a los niños son privados de su niñez, las jovencitas deben vender su cuerpo por los suyos y las miradas jamás descubren horizontes nuevos, paisajes nuevos, nuevas consideraciones (Cela, pág. 270).

Pero nos olvidamos de un vicio por completo execrable: intentar hundir más al que está en la miseria:

... dile a Pepe que ya sabe: a la calle con suavidad, y en la acera, dos patadas bien dadas donde se tercie.¡Pues nos ha merengao! (Cela, pág. 41).

El destinatario de la golpiza de Pepe es Martín Marco, y la habría recibido de nos ser porque el viejo camarero se apiadó. Al aplastar aún más al menesteroso, Doña Rosa se despoja a sí misma de todo grado de humanidad, haciéndose justa merecedora de las caracterizaciones esperpénticas que Camilo José Cela le profiere. Él, al figurarla como un animal, no hace sino revelar la verdadera esencia bestial que la dueña del café Las Delicias encarna.


B) Situaciones esperpénticas

Al igual que en Valle-Inclán, en la obra celiana las figuraciones esperpénticas se aplican no sólo a los personajes, sino también a las situaciones. En ellas, se plantea un profundo conflicto entre lo esperado, según el imaginario en el que se proyectan, y lo sucedido. Veamos algunos ejemplos que ilustren de mejor manera lo que aquí intentamos plantear.




El mareo del poeta

Al demonio que se adora en la catedral de La Colmena no le agrada lo bello. Por eso, cuando un joven poeta, evadido del bullicio del café de Doña Rosa en busca de la mariposita ciega y sorda de la inspiración, intenta componer versos para su obra Destino, se manifiesta para sacar al joven vate de la contemplación estética y sumirlo en la degradante condición humana: le entran mareos que acabarán por hacerlo perder la conciencia. Algunos parroquianos, para reanimar al jovencito, deciden

... llevarlo al water,[pues] debe ser un mareo (Cela, pág.54).

El contraste del momento de plena inspiración poética con el del joven poeta reanimándose con el olor a desinfectante que hay en los baños encarna un esperentismo tal, no contra el vate, sino contra la vida misma, pletórica de estas situaciones en que los hombres son arrancados de lo bello para hundirse en lo mísero de su condición, que difícilmente alguien podría dejar de sentir una amargura demoledora.

Creo ver en el conjunto esperpéntico que resulta del contraste anterior una imagen clara de la condición humana, según la cual, a los hombres no les es dado permanecer mucho tiempo en la contemplación de la belleza, pues rápidamente, la desgracia se encargará de arrancarlo de ella contra su voluntad.



El ensayo del discurso de Don Ibrahim de Ostolaza y Bofarull y la indigestión de la bebé

Sin duda una de las más cómicas de la obra, la situación en que se introduce al jurista Don Ibrahim de Ostolaza y Bofarull no deja de ser esperpéntica: éste ensaya ante un espejo el discurso – esa palabrería insustancial que tantas veces se encuentra en los abogados- que más tarde proferirá ante sus colegas. Mientras lo hace, va imaginando las ovaciones y comentarios de admiración que desencadena entre su auditorio ficticio ( A lo mejor, uno del público dice en voz baja: “evidente, evidente” [Cela, pág.102]. Sin embargo, antes de oír aclamaciones por parte de sus espectadores, lo que llegará hasta sus oídos desde el departamento vecino será:

¿Ha hecho caquita la nena? (Cela, pág. 103).

Toda la circunspección que la escena podría inspirar se viene abajo con la preocupación de un padre por el estreñimiento de su pequeña hija. Ahora bien, esto no deja de haber en esto un ademán de justicia, puesto que, sin duda, los juristas y legisladores han de velar ante todo por promulgar leyes que promuevan la justicia y el bien común, y no perder el tiempo discutiendo sobre si es o no usucapión un modo de adquirir derechos, menos aún cuando, como ya hemos visto con antelación, hay niños sumidos en la más absoluta miseria, las mujeres se prostituyen porque no hay acceso garantizado a la salud (recordemos que Victorita lo hacía por su novio tuberculoso) y los empleados no tienen derechos que los protejan de los maltratos de una obesa grotesca.






El encuentro de Don Roque y su hija Julita en un prostíbulo

“¡Hola, hija! ¿De dónde vienes?
...
-De... la fotografía. Y tú, ¿a dónde vas?
-Pues... a ver a un amigo enfermo; el pobre está muy malo”

Julita tiene veintidós años y es la mayor de las hijas de doña Visi y Don Roque. Desde hace algún tiempo, va a amarse con su novio Ventura Aguado a la casa de tolerancia de doña Celia. Los niños de la casa, sobrinos de Doña Celia, cuando ven a la pareja o alguna otra gritan jubilosos por el pasillo: “¡viva, viva, viva, que ha venido otro señor!” (Cela, pág.153). Es bien probable que ese “otro señor” haya sido más de alguna vez Don Roque, que iba hasta allí acompañado, no de doña Visi, sino de Lola, su amante. ¿ Habrá sentido Don Roque alguna vez el olor de su hija en el lecho donde acaba de retozar con Lola? Quizá sólo llegó a sentir vagamente cierta tibieza en el colchón donde antes estuvo su Julita, la mayor de sus hijas.

Tal vez Don Roque nunca llegó a retozar con Lola en el mismo lecho en que lo hizo poco antes Ventura con Julita, pero lo cierto es que ambos, padre e hija, sostenían amores clandestinos bajo el techo del mismo prostíbulo, y la vez en que se encontraron constituye una de las situaciones más esperpénticas de toda la obra.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Se trata de un análisis muy acertado, por cierto. Diría que ensalza la obra referida.
Pero hay algunas observaciones que quiero hacer respecto con criterios utilizados en él.
Primero, me parece que hay una ausencia significativa de datos a la vez que una exigencia indebida respecto con el lector del análisis que ignora la obra a la cual se refiere. Cuando se dice, por ejemplo, que "no necesitamos que aparezca referido explícitamente en el texto qué sucederá con el casquivano señor Suárez, el homosexual, luego de que sea liberado de la cárcel por su condición: nos basta con que antes hayamos apreciado cuánto quería “la fotógrafa” a su madre y que ésta ha muerto sin que él lo sepa- o no se haya atrevido a saberlo-", es imposible saber qué sucederá desde la lectura de este análisis solamente; se pueden suponer algunas situaciones, pero no saber.
Segundo, es apreciable cierta imposición de valorizaciones, lo cual es perfectamente cuestionable en un texto de esta naturaleza, puesto que se trata de un estudio y no de un panfleto. Un ejemplo lo hallamos en "para vergüenza de la humanidad toda" cuando se habla acerca de la prostitución producto de la necesidad. Y otro en "Nadie con una pizca siquiera de humanidad puede dejar de sentir impotencia ante el contraste de nuestro gitanillo con un niño que tuvo la suerte de nacer en el seno de una familia acomodada".
Y tercero, el tema de la prostitución. Se plantea que el ejercicio de la prostitución es vergonzoso. Pero cabría especificar que sólo el ejercicio de la prostitución a causa de la necesidad y en el interior de una sociedad cuyo sistema de valores considere denigrante prostituirse lo sería realmente. Y estoy pensando en lo planteado por la película «La calle de la vergüenza» (Mizoguchi, 1956), donde se expresa que la prostitución ha sido considerada una ocupación noble en el Japón durante muchos años (un par de siglos al menos) y que esa concepción está cambiando a causa de la intromisión occidental, lo cual degrada la antigua configuración cultural japonesa y altera su escala valórica, mostrando como malo lo que ha sido tradicionalmente bueno. ¿Se tratará, pues, de "una cuestión ontológica que es susceptible de encarnarse en cualquier tiempo y lugar"?
Sólo eso diré por ahora, evitando comentar lo que me interesa menos.