lunes, 20 de agosto de 2007

La presencia de Orestes en algunas obras plásticas



Introducción

“Ni aún permaneciendo sentado junto al fuego de su hogar puede el hombre escapar a la sentencia de su destino”
-Esquilo


El presente trabajo trata de la presencia de Orestes, protagonista de la tragedia esquilea La Orestiada, en tres obras pertenecientes a periodos distintos: la primera corresponde a una vasija griega del periodo clásico, la segunda es una pintura barroca y la tercera una romántica.

A priori, se desprende de lo anterior que lo griego, manifestado en la figura del atrida, lejos de extinguirse con la decadencia del mundo helénico, ha pasado a constituir parte esencial de imaginario occidental, desde donde no sólo se erige como manantial inagotable de símbolos susceptibles de albergar significaciones aparentemente propias de la modernidad, sino también como canon que otorga importantes directrices para la creación estética.

Pero no podemos quedarnos con lo obvio: a través de esta investigación se intentará patentizar aquellos signos que unívocamente nos remiten desde la modernidad hasta la antigüedad griega.

Para lo anterior, se han formulado los siguientes objetivos:

Objetivos generales:

a) Apreciar la pervivencia de la cultura clásica en obras modernas.
b) Reconocer la interpretación que da la modernidad a símbolos propios de la cultura helénica.
c) Valorar el arte griego como fuente inagotable de patrones estéticos.

Objetivos específicos:

a) Apreciar la imagen de Orestes como símbolo susceptible de encarnar problemáticas modernas.
b) Evidenciar la existencia de signos propios del arte griego en las obras de Bourguereau y Bernardino Mei.








Marco teórico

“ Todo lo trágico se basa en un contraste que no permite salida alguna. Tan pronto como la salida aparece o se hace posible, lo trágico se esfuma”
- Goethe.

Según Rodolfo Mondolfo, la hybris corresponde a una noción ético-religiosa que se transmitió desde la lírica coral a la tragedia griega, en la cual se lleva a cabo una honda acción en el desarrollo comprensivo de cualquier especie de crimen (sacrilegios, ultrajes a los muertos, ofensas a los padres, violación de los derechos de hospitalidad, adulterios, incestos, suicidios, etc.). También, dicho autor sostiene que, en el género antes mencionado, el hado se muestra siempre implacable y engendra crímenes progresivos ( así, Orestes hereda una culpa proveniente, por lo menos, de Atreo); pero siempre de un primer crimen voluntario de un hombre, y que tiene en él su primera raíz: el destino es implacable porque son ineluctables las sanciones consecuentes al primer pecado.

Lo anterior se halla presente en Esquilo: según Mondolfo, él protesta contra la concepción de un fatum en el cual la desgracia inevitable sería el ciego talión de la prosperidad: la hybris es para nuestro autor una falta individual, la causa de los desastres.

A propósito del género cultivado por Esquilo, es necesario traer hasta aquí la clasificación que realiza Albin Lesky de los distintos tipos de conflicto trágico:

a) Conflicto radicalmente trágico: se concibe el mundo como sede de la destrucción incondicional de fuerzas y valores incondicional de fuerzas y valores, sin solución y que no puede explicarse por ningún sentido trascendente. Corresponde a la destrucción de fuerzas y valores que necesariamente están en pugna.
b) Conflicto trágico absoluto: Tampoco hay aquí solución y en su extremo se encuentra la destrucción. Pero este conflicto, por muy absoluto que sea en sí mismo en su desarrollo, no representa al mundo por entero. Es un suceso parcial del mundo, y es completamente concebible que, aquello que en este caso especial tuvo que finalizar con muerte y destrucción, es parte de un todo trascendente y que adquiere su sentido de leyes que rigen el todo.
c) Situación trágica: También en esta concepción encontramos los elementos que constituyen lo trágico: hay fuerzas opuestas que se levantan unas contra otras; ahí está el ser humano que no encuentra solución a su conflicto y que ve su existencia entregada a la destrucción. Pero, más tarde, la nube que parecía impenetrable se rasga y llega el rayo de luz de la salvación. Este último tipo de conflicto es el que hallamos presente en La Orestiada.


Por otra parte, según ciertos autores, lo trágico reaparecería durante el siglo XIX con el Romanticismo. Uno de estos autores, Patxi Lanceros, sostiene que el periodo antes señalado constituye la mitad lúgubre de la modernidad, la rebelión contra la linealidad autocomplaciente y progresiva del la Ilustración. Según el autor catalán, el Romanticismo rechaza, no los presupuestos modernos, sino las conclusiones ilustradas: el orgullo antropocéntrico, la soteriología del progreso, la hegemonía de la razón y el correlato emocional de todo esto, es decir, el optimismo de la revolución lograda y de la utopía realizable. Así, el cambio de sensibilidad y de percepción del entorno que acarrea el movimiento romántico, corresponde a un aserto que depende, no simplemente del cambio de época, sino de pensamientos y emociones humanas tal y como nos han sido legadas desde el nacimiento del texto escrito.

Señala, también, Lanceros, a propósito de la sensibilidad romántica, que se configura ésta en la modernidad como la rebelión del inconsciente reprimido frente a la conciencia colectiva. Sostiene, además, que dicho sentir restituye la figura trágica, o el abismo entre la luz y la sombra. Con el romanticismo, en fin, reaparece el abismo, la herida trágica ( apartadora del hombre respecto de sí mismo, de la naturaleza, los dioses, dicha herida es irreducible e insobornable; incapaz de someterse a la coherencia de una lógica, a la coacción de un sistema o a la disciplina e una institución), el u- topos que impide el descanso y todo intento de proyecto, orden o sosiego y que genera la conciencia del destino trágico al percibir el fundamento (grund) como ausencia o abismo.

Si el Romanticismo, lejos de constituir una novedad ( se afirma esto dentro de ciertos márgenes), es la configuración de un sentir inherente al hombre, es lícito afirmar que dicha forma de sentir habíase dado con antelación: si se quiere, el movimiento del siglo XVII llamado Barroco constituye una manifestación previa.

Para Arnold Hauser, el Barroco, que expresa un sentido dinámico de la vida, constituye una resistencia contra todo lo permanente y contra todo lo fijado de una vez para siempre, contra lo delimitado. Este movimiento, para hacer sensible la profundidad espacial, emplea primeros planos demasiado grandes de figuras que se acercan al espectador en repussoir. Además, tiende a sustituir lo absoluto por lo relativo, lo más estricto por lo más libre, lo cual se logra prefiriendo la forma “abierta” y atectónica. Esto produce más o menos siempre un efecto incompleto e inconexo: parece que las obras pueden ser continuadas por todas partes y que desbordan de sí mismas.

A las conclusiones anteriores de Hauser, se agrega que la intención artística es “cinematográfica”, puesto que los sucesos representados parecen haber sido acechados o espiados, como si fuesen aparente voluntad del acaso.

Es posible, además, percibir cierta evolución que culmina en un desvío contra lo demasiado claro y evidente. Las causas de esto son por lo menos dos: la existencia de un público más entrenado y un afán de despertar en el contemplador el sentimiento de inagotabilidad, incomprensibilidad, de infinitud de la representación.

Siempre haciendo referencia al Barroco, es necesario considerar que Copérnico, con su doctrina de que la Tierra gira alrededor del Sol, promueve una nueva visión de mundo basada en la ciencia natural. En efecto, con el astrónomo polaco, cambia definitivamente la tradicional posición señalada por la Providencia al hombre en el universo: el hombre ya no podía significar el sentido y finalidad de la creación. Lo anterior significaba también que el universo ya no tiene ningún centro: es infinito y, sin embargo, unitario.

Lo expuesto en el párrafo anterior significó que el hombre se convirtiese en un pequeño e insignificante factor. Sin embargo, curiosamente, la consecuencia de comprender el universo se convirtió en una fuente de ilimitado orgullo.

Análisis de imágenes

a) Vasija griega del siglo V a. C.



“La ha herido. Era nuestra madre, y la ha herido”
-Electra en Las Moscas.



Lo narrado en la imagen anterior corresponde al momento mismo en que Orestes, obligado por Apolo, se dispone a vengar a su Padre, Agamenón, asesinando a Clitemnestra, su madre.

Lo primero que llama la atención es la serenidad de los rostros: sabemos, gracias al texto esquileo, los debates internos que padece Orestes antes de acometer contra su madre; Clitemnestra, por su parte, está a punto de morir; sin embargo, ninguno de los dos expresa emoción alguna. Esto se explica consdirando que la obra que aquí estudiamos pertenece al período clásico y, por lo tanto, las figuras humanas encarnan una serenidad absoluta. En otras palabras, se manifiesta aquí traslúcidamente la idea nietzscheana del ethos: la moderación, la justa medida.

Otro elemento singular de la obra corresponde al movimiento que llevan a cabo los personajes: al parecer, el artista no fue capaz de resolver el problema del desplazamiento en un espacio bidimensional, puesto que la posición del cuerpo no armoniza con la de la cabeza de las figuras. Pese a ello, los personajes, sobre todo Orestes y su madre, nos comunican la idea de persecución y huida. Además, la disposición de los miembros del matricida ( la espada desenvainada y la mano que coge el manto de Clitemnestra) sugerentemente nos invitan a completar con la imaginación el terrible acto.

Por otra parte, ciertos signos invitan a percibir la figura del atrida como central: por una parte, está la disposición de las figuras ( si se quiere, podría proponerse la presencia de un ritmo dado por hombre- mujer- hombre- mujer) y por otra, está el hecho de que el atrida corresponde a la única figura desnuda dentro del conjunto, gracias a lo cual podemos inferir que Orestes es poseedor de un alma virtuosa ( sin duda la piedad, entendida como fidelidad para con Apolo, pese a la horrible orden y también el respeto por los manes de su padre, son algunas de sus virtudes) que se refleja en un cuerpo bello. Además del cuerpo bello como signo de virtuosismo, es necesario considerar la actitud de Electra, su hermana: ella, pese a que también sentía deseos de vengar a su padre, nos es presentada en la obra aquí analizada como huyendo del atroz asesinato, lo cual contribuye a que el hijo de Agamenón se erija frente a nosotros como el único capaz de cargar con su destino aciago.

Imperdonable sería pasar por alto un signo harto interesante que se encuentra presente en la obra: la actitud de la madre de Orestes. Ella muestra a su hijo las palmas de las manos, en señal, si se quiere, de inocencia. ¿Por qué el autor nos pinta a la asesina de su esposo pretendiendo pasar por candorosa frente a su verdugo? De seguro el público de esta obra era conocedor de la historia de Orestes; sabía, por lo tanto, de la infidelidad con Egisto y del asesinato del rey. Entonces, lo que quizá quiso comunicar fue lo arduo que fue para Orestes cumplir las órdenes divinas: tuvo que asesinar a su madre, aun cuando ésta suplicaba por el perdón y alegaba inocencia.

Llama la atención también el atavío de Orestes: acaso el sombrero con que aparece representado busque remitir al espectador al incógnito con que Orestes llega a Argos en compañía del pedagogo.

Finalmente, un aspecto evidentemente griego corresponde al rostro de los personajes: todos ellos aparecen representados con un perfil griego.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No dejaré de elogiar, por cierto, el texto que muestras y las acertadas observaciones en el análisis de la imagen. Y, como es costumbre, te haré algunos comentarios respecto con tu texto.
En primer lugar, me parece que el Marco Teórico es excesivamente largo y, de hecho, innecesario. Creo que podría haberse seguido perfectamente la lectura desde la Introducción hacia el análisis de las imágenes sin tener ese escollo de por medio, que sólo serviría —tal vez— para fines pedagógicos.
En segundo término, observaré un aspecto formal. En el uso de los paréntesis, has dejado un espacio (aunque no siempre) entre la apertura del paréntesis y la primera palabra contenida en él, mientras que el uso muestra ampliamente que la primera palabra está siguiendo inmediatamente al signo paréntesis que abre. Además, en algún momento intercalas un comentario excesivamente largo en el interior de un paréntesis, incluyendo signos de redacción, y esto no parece ser recomendable: en estos casos, puede convenir más el uso de guiones (—).
En tercer lugar, considero acertado el análisis de la imagen en la vasija y valioso, por cierto. Sólo diré que quizás Orestes no es el único desnudo representado en ella, puesto que el cuerpo del hombre a la izquierda de Electra no es visible (a causa del ángulo de la fotografía). Y, aparte, que no me parece que el sombrero no señale tanto a un carácter incógnito cuanto a la condición de viajero, teniendo en cuenta que el sombrero es uno de los símbolos de Hermes, dios —entre otras cosas— de los caminantes.